jueves, 10 de mayo de 2012

Acerca del In dubio contra fiscum...

En ya casi un mes que lleva este blog, he notado que uno de los temas que más referencias congrega a las visitas, está motivado por búsquedas asociadas al aforismo al que debe su nombre. Por ello, en consideración a quienes llegan aquí en procura de indagar en el contenido de la máxima en cuestión he transcrito (copy-paste) lo pertinente al tema y que aparece en el trabajo de tributario disponible entre los materiales de estudio.
Saludos y he aquí:

 Interpretación en contra del Fisco.
Si hubiéremos de revisar el tránsito histórico en materia de interpretación de la norma tributaria constataríamos que los principales problemas que se presentan sobre el particular tienen su origen en la época romana.
“En Roma, el tributo que gravaba a los ciudadanos se determinaba en proporción a las facultades de cada uno y se requería cada vez que la guerra o las circunstancias extraordinarias lo exigieran. Se dice, incluso, que más que un impuesto, las prestaciones respectivas eran un préstamo forzoso al Estado, porque no faltaron ocasiones en que éste, ante el cese de la coyuntura que las hizo necesarias, restituyó las cantidades recaudadas. Este tipo de tributo correspondía sólo a los ciudadanos romanos y era, en cierto sentido, un honor pagarlo. En cambio, el tributo provincial, que gravaba a las provincias sometidas, era considerado como odioso, por ser consecuencia de la sujeción política y económica”.
“Así, el mundo romano desciende a la época imperial con la arraigada idea de la libertad natural del ciudadano frente a toda imposición y la consideración del carácter servil y humillante del tributo. Pero las necesidades del Estado se hicieron insostenibles y el tributo provincial no dio abasto, razón por la cual Augusto consagra el primer tributo ordinario que afecta al ciudadano romano: el impuesto a las herencias (vigesima hereditatum). El cual, naturalmente, fue visto como odioso: todos los medios imaginables para evadirlo se consideraron lícitos”.
“Como última etapa de esta evolución aparece la concesión que hace Caracalla de la ciudadanía romana a los habitantes de las provincias. Desaparece con ella toda distinción entre el ciudadano romano y el provincial en cuanto a los tributos; se funde en uno, de este modo, el sistema tributario”.
“La obligatoriedad de la tributación no dio paso a una conciencia general de la precisión y virtud de subvenir a las necesidades del Estado y, además, coincidió con el asentamiento definitivo de la preeminencia del emperador frente al pueblo romano. La máxima autoridad del imperio romano no reconoció más pueblos soberanos y pueblos sujetos, sino sólo súbditos. El romano se sintió humillado por lo que veía como el símbolo tangible de su extinguida potencia”.
“A ello debe sumarse la arbitrariedad de la imposición, con ocasión de la cual corrientemente el rico debía soporta el pago del impuesto insoluto por el pobre, y el fisco obligaba al ciudadano a adelantar el pago de su carga impositiva”.
“Con el devenir del tiempo, el fisco vino a ser la reunión de todos los bienes del Estado en manos del emperador: el Soberano detentaba un poder absoluto sobre ellos, que él consideraba como personales. Los jurisconsultos, atentos a las preocupaciones cotidianas, reaccionaron frente a lo que se desplegaba como un instituto opresor. Claro que, ante un concepto absoluto de soberanía, no pudieron hacerlo exigiendo garantías de ninguna especie que regulasen el poder fiscal del emperador; sólo les cupo limitar y circunscribir en la práctica la aplicación de las leyes fiscales por medio de sus dictámenes[1]”.
Es dentro de este escenario donde se debe circunscribir la famosa sentencia de Modestino “non puto delinquere eum qui dubiis quaestiunibus contra fiscum responderit”[2], que sin mayores pretensiones podríamos entender como que no se comete falta si en un asunto dudoso entendemos o interpretamos contra el Fisco.
De las circunstancias históricas en que se formuló la máxima de Modestino, surge que ella no tuvo por objeto erguirse en una norma interpretativa de carácter general, sino que más habría estado inspirada en las circunstancias históricas en que ella se propuso, y en conexión con el sentir del pueblo romano que consideraba al tributo como un instituto opresor.
Fue con base en esta frase de Modestino, que surgió y se desarrollo una de las tendencias interpretativas más arraigadas en materia tributaria, cual es, la denominada “in dubio contra fiscum”, consistente en que ante todo pasaje obscuro o contradictorio de la ley tributaria ella debía ser interpretada en un sentido contrario al Fisco y favorable al contribuyente.
Esta línea interpretativa de origen tan circunstancial, se mantuvo inalterada durante los siglos que siguieron a la caída y desintegración del imperio romano. Tampoco hizo mella en esta máxima hermenéutica, los aportes que Santo Tomás y los escolásticos, hicieran acerca de la justicia del tributo, en orden a que éste para ser lícito, debía estar justificado no tan sólo en el poder soberano del príncipe o señor, sino que, además, el tributo se justificaba a sí mismo, en la medida que tuviere por fin la utilidad general y estuviere estructurado en una justa proporción entre carga y resultado útil y por un equitativa elección de las personas y las cosas a las que gravar. “Este adelanto, con todo, tuvo escasa o nula aplicación en la práctica. Vuelve a florecer el pasaje de Modestino, recogido con fuerza por los doctores que, en particular en Italia, comenzaban a reestudiar con ímpetu el derecho romano. Renacen las diversas interpretaciones que promueve dicho texto, en cuanto a si es de aplicación general o sólo en casos dudosos o penales o cuyo antecedente sea el lucro del Estado”[3].
A este respecto cabe agregar, que el derecho canónico, surgido dos siglos después del redescubrimiento de las fuentes romanas, había desarrollado la idea de distinguir elementos favorables y odiosos en las leyes, cuya consideración permitía discernir cuando podía procederse a interpretaciones extensivas o restrictivas. Así, eran leyes favorables aquellas que favorecen a la utilidad pública, la humanidad, la religión, la libertad de las convenciones y de los testamentos o cuyas disposiciones están en favor de alguna persona, las cuales debían interpretarse en toda su extensión que pueda darles el favor de sus motivos. Por el contrario, las leyes que restringen la libertad natural, que establecen penas, que prescriben ciertas formalidades, o cuyas disposiciones parecen tener alguna dureza, se interpretan de suerte que no se las aplique más allá de sus disposiciones. Sin duda que respecto de esta distinción las leyes tributarias eran calificables de leyes desfavorables u odiosas lo cual justificaba su interpretación restringida[4]
Fue en la época de la Revolución Francesa que surge una nueva concepción acerca de la verdadera connotación del tributo, en contraposición a la tradicional visión de su odiosidad. Se le concibió entonces, como uno de los más nobles deberes del ciudadano, pues ya no se trataría de una imposición de la soberanía, sino como el medio necesario a fin de que el Estado pueda prestar los servicios públicos.
No obstante, esta nueva perspectiva tampoco logró cambiar el juicio que la doctrina y la jurisprudencia mantenían a su respecto y es así que durante el siglo XIX, en Francia siguió profesándose el principio de que la ley debe interpretarse en beneficio del contribuyente, pero ahora sobre la base de nuevos argumentos de inspiración marcadamente contractualista, pues se sustentaban en la idea de asimilar las obligaciones tributarias a las surgidas de un verdadero contrato entre el Fisco y los contribuyentes, haciéndole así aplicables a esta relación las categorías civiles, como son:
La interpretación de la ley tributaria: No obstante que la fuente de la obligación tributaria es la ley, se advirtió que sus efectos obligacionales eran similares a los del contrato, y por tanto se consideró que eran aplicables a la interpretación de la ley tributaria las normas sobre interpretación de los contratos, y en especial, el principio contra el redactor, esto es, que dado que era el Estado quien redactaba la norma, toda ambigüedad debía interpretarse en su contra y a favor del deudor.
La prueba de la obligación tributaria: El que alega la existencia o extinción de la obligación debe probar aquella o esta. Por ende, la carga de la prueba acerca de la existencia de la obligación tributaria corría de cuenta del Estado, quien, si no la probaba nada podía cobrar al contribuyente.


[1] Lagos Henriquez, Gustavo. Ob. cit. p 26. Este autor, cita profusamente a Vanoni, y creemos que su referencia alude a la obra de aquel autor, intitulada “Natura ed interpretazione delle leggi tributarie”, citada también por Carlos Giuliani Founrouge.
[2] Digesto, Libro 10. Citado por Giuliani Founrouge, Carlos. Nociones Generales de Derecho Financiero. p. 89.
[3] Lagos Henríquez. Ob. Cit.
[4] Guzmán Brito, Alejandro. Conferencia del “Congreso Sobre Interpretación, Integración y Razonamiento Jurídicos”, y que se haya contenida en la primera edición de 1992 del libro “Interpretación, Integración y Razonamiento Jurídicos”, publicado por la Editorial Jurídica de Chile, pags. 41 a 87

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